El mismo año en que pintó a su padre, el pintor Aureliano de Beruete, y tras haber pintado también el anterior a su madre, María Teresa Moret, Sorolla realizó el retrato de Aureliano de Beruete y Moret (Madrid, 1876-1922), hijo de ambos, por el que cobró, entonces, dos mil quinientas pesetas.
Recurrió en este caso a un formato distinto, de mayor modernidad, muy adecuado en su verticalidad y estrechez para resaltar la elegancia juvenil del retratado. Este, a sus veintiséis años, emprendía entonces su trayectoria como historiador del arte, que culminaría como director del Museo del Prado en 1918.
La figura, de tres cuartos, ocupa, como ocurre con frecuencia en los retratos de Sorolla, el eje mismo del lienzo y casi todo su desarrollo vertical, lo que da rotundidad a su presencia. Como su padre, pero en pie, parece posar de modo casual tras haber llegado de la calle y aún sostiene en su mano derecha el bastón, los guantes y el sombrero de copa. La ligera inclinación hacia la izquierda y hacia adelante revela un efecto de instantaneidad, como si se tratara del inicio de un movimiento, realzado por la disposición oblicua del bastón.
Una de las manos en el bolsillo acentúa la espontaneidad de la actitud, según un recurso apreciado entonces por los retratistas. Con ello, la composición aparece muy articulada entre las paralelas del bastón y el antebrazo izquierdo, que evitan la que hubiera resultado excesiva verticalidad de la composición y contribuyen a dar una impresión de agilidad y dinamismo a la figura.
La distinción del retratado se advierte también en la elegancia del traje gris, con chaleco en tono castaño oscuro con pintas claras, corbata de seda gris azulado de visos más claros, sobre la que resalta el amarillo resplandor del alfiler, que parece un topacio, única joya, con los gemelos de oro, que luce el personaje. Aún animan a la figura los brillos de las solapas de seda, las calidades de los finos guantes de piel y los reflejos del sombrero de copa. En el rostro el pintor acertó a captar la personalidad afable y enérgica a un tiempo, del retratado.
En él destacan los bigotes de guías levantadas, al uso del momento, que no llegan a ocultar por completo la expresión sonriente y amable de la boca, perceptible bajo la fina capa de pelo, que deja ver los labios. Este equilibrio entre la amabilidad gentil y la gravedad del personaje era característico de su personalidad, cuya inteligencia revela la despejada frente lo mismo que los ojos, vivos y lucientes, de mirada franca y límpida, que traslucen además la nobleza de su carácter.
El pintor resolvió el fondo con una pintura muy diluida. Sobre él resalta con nitidez la figura, iluminada desde la izquierda, particularmente en la mano y el rostro. En una armonía de ocres, grises y blancos, con algún toque amarillo, se muestra la sutil riqueza del colorismo de su autor, heredera de la tradición española, muy apreciada en aquellos años por su naturalidad por los retratistas de mayor cosmopolitismo y elegancia. La pincelada, bien visible en los brillos de las solapas y de la corbata, se hace más larga y suelta en el bastón.
Como en el retrato de su padre, hay también una ambigüedad en los fondos, aunque no existe aquí el deseo de mostrar la profundidad del espacio a través de ella. Sorolla se ajustó en este retrato, en mayor medida que en los de sus padres, al dictado del retrato mundano de inspiración velazqueña que triunfaba por entonces en el gran mundo internacional a través de figuras como John Singer Sargent, con cuya obra se ha comparado ésta , aunque también podría vincularse a otros artistas. Con todo, el interés en la iluminación, muy visible en el rostro y en las manos, animados por los brillos claros en tonos anaranjados, revela la especial atención de Sorolla hacia este aspecto.
Así, no escapan a su observación las finas líneas de sombra que proyectan las delgadas guías del bigote sobre el rostro, los reflejos naranja de la barbilla y los azules de la corbata sobre el cuello blanco, y las tonalidades cambiantes del bastón. Además, el aspecto de instantaneidad sorprendida en la actitud del personaje y el modo inmediato y directo con que lo encara, son rasgos muy característicos de los retratos masculinos del pintor valenciano.
Entre ellos, es uno de los mejores ejemplos y un testimonio del esfuerzo del artista por corresponder mediante la calidad de la obra a la despierta inteligencia crítica del retratado (Texto extractado de Barón, J.: Joaquín Sorolla, Museo Nacional del Prado, 2009, pp. 301-303).
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