Un buen día el pintor de la luz y del color se enamoró de Granada. Sorolla llegó por primera vez a la ciudad en 1902. Fue una visita fugaz de apenas dos días, pero la fascinación que nació en el artista por Sierra Nevada, que en un principio le impresionó más que La Alhambra, le marcaría de por vida.
Por aquel entonces, los paisajes serranos representaban un territorio misterioso e inexpugnable, tan solo recorrido por los primeros viajeros románticos que acudían atraídos por “el embrujo del Sacromonte”. Las estampas de la sierra son una constante en la trayectoria del pintor; quizás su origen mediterráneo aumentó su atracción por este tipo de imágenes.