Este retrato de Rafael Altamira y Crevea (Alicante, 10 de febrero de 1866-México, 1 de junio de 1951) se realizó el año en que se licenció en Derecho por la Universidad de Valencia, ciudad en la que había trabado amistad con Sorolla. La cabeza aparece bien definida sobre la camisa y la corbata de lazo, apenas esbozadas, como el fondo, quedando el resto del lienzo sin cubrir por la pintura, a pesar de lo cual el artista firmó la obra. Ésta, de carácter íntimo, tiene una sobriedad de color muy habitual en los retratos de la primera época del artista, que años después, en 1901, le parecían a Emilia Pardo Bazán como pintados al temple, pálidos y secos. Carece, en efecto, de la vibración luminosa que puede verse en los posteriores a 1900.
Sin embargo, acierta a captar con inmediata veracidad el carácter de Altamira, tratado con cierta idea de cabeza antigua y noble, aunque el detalle de las puntas levantadas del bigote, que luego sustituiría por una barba larga, revela una juvenil preocupación por su aspecto. Se trataba, además, de un regalo a un amigo aficionado a la pintura que, a sus veinte años, iniciaba una fecunda carrera como jurisconsulto e historiador. Altamira se convirtió en uno de los más destacados profesores de la Institución Libre de Enseñanza desde su cátedra de Oviedo.
Promovió las relaciones con América a través de un viaje en 1909-1910, que fortaleció las relaciones entre las universidades iberoamericanas y la española y, a través de su cátedra americanista, que ocupó en 1914, de la Universidad Central de Madrid. Fue director general de Primera Enseñanza (1911-1913), miembro del Tribunal Internacional de La Haya y pacifista convencido. Se exilió a México en 1945. Además de haberse tratado él y Sorolla en Valencia, lo hicieron también en Madrid e incluso en Asturias, donde Altamira vivió entre 1897 y 1908. Tenía casa en San Esteban de Pravia y allí coincidió con Sorolla durante la estancia del pintor valenciano en La Arena en el verano de 1902, que se repetiría en los años siguientes.
En la tranquilidad de aquel primer estío ambos compartieron numerosas horas de trabajo y observación del paisaje, al que dedicó algunos artículos Altamira. Índice de la relevancia de aquellas conversaciones es una carta dirigida por Sorolla a Altamira poco después de su vuelta a Valencia, en la que realizaba interesantes consideraciones estéticas respecto a la legitimidad de representar sin aditamento expresivo alguno el natural y acerca de la valoración autónoma de los apuntes y bosquejos pictóricos.
Para Sorolla se debería despojar a la pintura de tanto inútil que hacemos, dejando sólo lo que deber ser: un estado de ánimo que no tiene más filosofía que la impresión que el natural ejerce fuertemente en su momento. Escritas en 1902, estas palabras convienen también al retrato, realizado mucho antes. En una segunda ocasión retrataría el pintor a Altamira pero entonces, ya en 1913, lo hizo de modo más convencional, para la Galería iconográfica de Españoles Ilustres que Archer M. Huntington formaba para la Hispanic Society de Nueva York.
Precisamente Altamira era uno de los invitados a la selecta cena que había dado Sorolla en su casa en honor de Huntington el 19 de junio del año anterior. El escritor alicantino, polígrafo de amplísimos intereses que, desde su posición naturalista, comprendió bien a Sorolla, se sintió atraído por la pintura y reunió una pequeña colección de obras de sus amigos artistas.
A la muerte en 1923 de Sorolla le dedicó un artículo, recogido en sus Estudios de crítica literaria y artística (1929) (Texto extractado de Barón, J. en: El retrato español en el Prado. De Goya a Sorolla, Museo Nacional del Prado, 2007, p. 180).
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