Extraordinariamente dotado para el retrato Sorolla se convirtió, especialmente a partir de su éxito internacional en la Exposición Universal de París de 1900, en uno de los pintores más solicitados por el gran mundo. Sus retratos femeninos tienen, incluso en casos como éste, en el que la retratada es de mediana edad, una gran sensualidad. En esta obra el pintor la acentúa, además, mediante la pose elegida.
La mujer sostiene con levedad en un solo hombro su rica capa de raso guarnecida de finas pieles, dejando ver el amplio escote de su vestido de raso blanco con encajes que, muy ajustado al talle, hace patente la armonía de su figura. Sorolla realizó al menos ocho dibujos preparatorios, en los que estudió la figura, y en los que se ve que entre las distintas opciones dominaban ya las que representan la pose elegida. Pese a haber realizado los dibujos, la imposición de la figura en el lienzo resultó un poco apretada, de modo que el pintor hubo de añadir una franja de tela cuyas costuras son visibles en la parte superior. A pesar de ello se produce un contraste entre la gran desenvoltura y amplitud de movimiento del personaje y el escaso espacio del que dispone, en un formato vertical muy utilizado en el retrato mundano por servir a la estilización elegante de las figuras.
Ya Raimundo de Madrazo, pintor apreciado por el artista que le retrató en París en este mismo año, había empleado a menudo este formato, como también el recurso de mostrar los brillos y reflejos de las ricas telas femeninas.
El virtuosismo de Sorolla en esto último era superior al de los artistas de su tiempo y en este caso sacó todo el partido del contraste entre los blancos y rosas realzados mediante amplias pinceladas y los tonos oscuros y cálidos del cortinaje del fondo, sobre el que campea el escudo con las armas de San Félix, timbrado por la corona condal. Quizá estimulado por la sensualidad opulenta de la condesa, de la que algún autor consideró que había sido modelo de uno de los personajes de La quimera, la novela de Emilia Pardo Bazán publicada en 1905, la representó con un amplio movimiento helicoidal que evoca en cierto modo la forma de las rosas que sostiene, y hace emerger su figura de la capa que la rodea.
La marcada sensualidad de la modelo aparece también en la otra opción que el artista planteó en sus dibujos preparatorios, en la que la presentaba recostada en un canapé con uno de sus brazos extendidos. El artista llevó al extremo la soltura de su pincelada en el vestido que descansa en parte en el sillón tapizado de amarillo que está detrás de ella. La expresividad del rostro queda realzada por el acusado sombreado en torno a los ojos, cuyo brillo destaca así con mayor intensidad, en tanto que los labios entreabiertos y la cabeza ladeada acentúan cierta coquetería de la dama. Ésta era, por otro lado, aficionada a la pintura, y en la segunda década del siglo aparece registrada como copista en el Museo del Prado.
El artista, que cobró por el retrato siete mil pesetas, lo incluyó en su importante exposición personal en la galería Georges Petit de París en 1906 y dos años después se publicó en el catálogo de su exposición en Londres (Texto extractado de Barón, J. en: El retrato español en el Prado.
De Goya a Sorolla, Museo Nacional del Prado, 2007, p. 188).
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