El médico posa sentado en una silla de brazos, con las piernas cruzadas, girándose para mirar al frente con un gesto vivaz, concentrado en su mirada inteligente. Retratado hasta las rodillas, parece representar en torno a cuarenta años y viste traje gris con chaleco y guantes del mismo color. Su figura, fuertemente iluminada, se destaca ante un fondo neutro, también grisáceo, que se oscurece a las espaldas del personaje en una intensa penumbra, en la que parecen adivinarse los brillos dorados de un marco.
El doctor Francisco Rodríguez de Sandoval perteneció al círculo de amistades más íntimo de Sorolla, que tendría a lo largo de su vida una especial relación con miembros de la profesión médica. Durante su juventud, Sandoval había sido ayudante del eminente psicólogo valenciano Luis Simarro (1851-1921) -también amigo de Sorolla- en el Sanatorio del Rosario, a las afueras de Madrid. De pensamiento liberal, fue miembro de la Institución Libre de Enseñanza junto con su condiscípulo, el célebre científico Nicolás Achúcarro (1880-1918). Colaborador del doctor Medinaveitia -médico de la familia Sorolla- y amigo del escritor Juan Ramón Jiménez (1881-1958), consolidaría una sincera amistad con el maestro valenciano. Sandoval acompañaría a Sorolla en algunos de sus viajes por España en esa época y sustituiría a Medinaveitia como médico de la familia a partir de 1919, atendiendo al artista durante la hemiplejia que minó su salud en sus últimos años.
El retrato que guarda el Prado de este médico pertenece a un momento especialmente fecundo de la actividad de Sorolla como retratista, en que pinta algunos de sus lienzos más sobresalientes en este género, asimismo en un formato marcadamente cuadrangular. Es también el tiempo en que Sorolla interioriza con mayor sinceridad pictórica la esencia de la tradición retratística de la pintura española a través de Velázquez, que aplica en este caso con un alarde de maestría radicalmente moderno al resolver el retrato desplegando distintas gamas y matices de un solo color, que compone en una sinfonía de grises, de extraordinaria elegancia pictórica.
La seguridad de trazo con que está encajada la figura, la economía abreviada de su técnica, que frota el pincel escurrido por la superficie del lienzo para sugerir distintas texturas y planos de luz, y la asombrosa maestría con que Sorolla sitúa al personaje en el espacio con un recurso tan simple como el intenso oscurecimiento de la mitad izquierda del muro que le sirve de fondo, sitúan indudablemente este retrato entre los mejores pintados por Sorolla en estos años (Texto extractado de Díez, J. L. en: El siglo XIX en el Prado, Museo Nacional del Prado, 2007, pp. 372-374).
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